El 3 de mayo del 2017, la Corte Suprema avaló el 2×1 en delitos de lesa humanidad: virtualmente, los genocidas ya tenían un pie en la calle.

El beneficio que brinda esta ley, que reduce el cómputo de la prisión, fue votada afirmativamente para los casos en que se cometieron delitos de lesa humanidad por los ministros Highton, Rosenkrantz y Rosatti.

El rechazo a la medida fue tal que, ante la indignación pública, un puñado de días más tarde obtuvo media sanción en la Cámara de Diputados el proyecto para limitar el beneficio a condenados por crímenes de lesa humanidad. Su posterior conversión en ley en el Senado fue la confirmación de que no se iba a poder avanzar tan fácil en la impunidad.

En medio del repudio generalizado, y sumado a una avalancha de recursos presentados por defensores de genocidas), cientos de miles de personas marcharon a la Plaza de Mayo para exigir que no se aplique el beneficio para los torturadores y asesinos de la última dictadura cívico militar.

En julio del 2017, la ex titular de la Procuraduría General de la Nación, Alejandra Gils Carbó, consideró que el 2×1 era “inaplicable” para represores condenados por crímenes de lesa humanidad. Hasta la ONU le pidió a los magistrados que retrocedan en su postura.

Aunque la Corte Suprema sigue en deuda con la sociedad argentina – en marzo del 2018 comunicó que sigue vigente el fallo – es verdad que su aplicación no fue lo que esperaban los defensores de los militares: todas las instancias judiciales inferiores rechazaron la utilización del beneficio y tan sólo un juez falló a su favor.

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